(Excelente aticulo)
COLOMBIA.
LOS ASESINOS DE BOLIVAR. POR IVAN MARQUEZ
Resumen Latinoamericano, 17 agosto 2018
¿Es Bolívar una pieza inofensiva
de museo o el guía inspirador de las rebeldías contemporáneas? ¿Quiénes
amaban y quienes odiaban a Bolívar? La historia oficial y la otra historia…,
según el punto de vista de la insurgencia bolivariana de nuestros días.
Ellos identificaban a Colombia
con Bolívar… Fueron los mismos que mataron al Mariscal de la independencia y
la libertad, Antonio José de Sucre. “La bala cruel que te hirió en el
corazón, mató a Colombia y me quitó la vida”, exclamó desde su dolor
profundo el Libertador al enterarse del execrable magnicidio. No hay duda, los
asesinos de Bolívar, son los asesinos de Colombia.
En algunas de sus alocuciones el
Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, ha
exteriorizado su sospecha de que el Libertador Simón Bolívar no murió de
tuberculosis, sino asesinado, envenenado por sus enemigos, que también lo eran
de Colombia, su proyecto político de unidad de pueblos, esperanza del universo
que aún palpita en la conciencia colectiva de Nuestra América.
De verdad que es muy sospechoso…
Un hombre expectante de los
resultados electorales de Colombia para determinar el curso de acción que
salvara de las hienas de la historia, el más destellante logro de su espada y
sus ideas, no podía haber escrito ese extraño llamamiento de su Última
Proclama a obedecer al gobierno de la camarilla santanderista, que ya
subordinada al nuevo amo anglosajón, despedazaba a Colombia, a su Ejército
Libertador, sembraba la desunión y la anarquía, rendía la patria al
predominio de los Estados Unidos y se enriquecía a costa de la pobreza
pública.
Odiaban al Bolívar libertador de
esclavos, al general insurgente que se jugaba la vida porque no hubiese en este
continente “¡un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad!”, al adalid que
quería colocar a los pies de la igualdad, cubierta de humillación, la infame
esclavitud.
A esa oligarquía que se aferraba
al poder como sanguijuela y se endosaba los privilegios de la Colonia en el
Congreso de Cúcuta, le había pedido encarecidamente el Libertador aprobar en
recompensa por la victoria de Carabobo, la abolición de la esclavitud; pero
esta clase sin alma le respondió con el ultraje de una extinción gradual, que
“¡no comprometiera la tranquilidad pública ni vulnerara los derechos de los
propietarios!” ¡Los hijos de las esclavas serían libres, pero debían pagar
con obras y servicios los gastos de su crianza hasta los 18 años!
Repudiaron la democracia
sustentada en la soberanía del pueblo y fundaron la democracia de los
propietarios al determinar que para ejercer en Colombia el derecho al voto el
ciudadano debía ser dueño de propiedad raíz o usufructuario de jugosa renta.
Su inspiración era la democracia con esclavitud que imperaba en los Estados
Unidos; miserable sistema que no se avergonzaba de llamarse democracia a pesar
de sus dos millones de esclavos, del despojo de tierras y el exterminio
indígena.
Y el cabecilla de esa ignominia,
Francisco de Paula Santander Omaña, vivía sólo para fustigar al Libertador y
obstruir su proyecto político y social, acusándolo de “hablar de soberanía
del pueblo y guardar silencio sobre las libertades individuales”. Este adorador
del individualismo y la injusticia creía socavar al héroe difundiendo entre
las élites de esos años 20, que “Bolívar quiere provocar una guerra interior
en que ganen los que nada tienen, que siempre son muchos, y que perdamos los
que tenemos, que somos pocos”. Vaya si estaban molestos con esa potencia moral
que tronaba: “yo antepongo siempre la comunidad a los individuos”.
El triste presagio del Libertador
al escuchar el saludo de bronce de las campanas de Santafé a la Constitución
de Cúcuta de 1821, visionaba la tragedia hispanoamericana: “Doblan por la
muerte de Colombia” –se le escuchó decir.
Sólo un atolondrado podía
celebrar con júbilo, como lo hizo Santander en 1822, la Doctrin Monroe que
mostraba sus garras a una Hispanoamérica aún en lucha por su libertad. La
consideraba “consoladora del género humano”. Es
difícil entender cómo el
caudillo de la traición podía ver en el sumun de esa doctrina, “América para
los americanos”, motivo de laudable orgullo ser engullidos por la “nación más
favorecida del genio de la libertad”, como lo pregonaba poseído por un
éxtasis abominable. La ambición de Santander era la presidencia de Colombia,
aunque fuera sobre sus ruinas. “No hay comisión ni destino que pueda alagarme,
sino la Presidencia de la República, inmediatamente después de que la deje el
general Bolívar”. Y ese fue el motivo de su conspiración permanente contra
Bolívar, contra Sucre y contra Colombia, hasta causarles la muerte.
Quería –en una actitud
delincuencial de lesa patria y alevosía agravada- entregar las repúblicas
recién salidas de la espada de Bolívar al predominio y al pillaje de los
ambiciosos gobernantes de Washington, a sabiendas que nuestra transitoria
independencia se había logrado luchando contra España y contra los Estados
Unidos al mismo tiempo. Nunca se solidarizaron con la guerra justa de los
independentistas del sur. Sólo querían ganar tiempo mientras afilaban la
garra expoliadora que debía competir contra Inglaterra por el predominio de
Nuestra América. Atrincherados en su hipócrita neutralidad permitían la
venta de armas y de pertrechos a los realistas, pero prohibían hacerlo con las
guerrillas populares de Bolívar. La Ley Madison aprobada en 1817 castigaba con
10 años de cárcel y 10.000 dólares de multa al ciudadano estadounidense que
fuese sorprendido vendiendo armas a los insurgentes de la libertad del sur del
continente. Con razón decía el Libertador: “Jamás política ha sido más infame
que la de los (norte) americanos con nosotros”.
Resentidos los terratenientes,
los criollos ricos y los curas por la abolición de la servidumbre y por las
medidas de justicia agraria que devolvía las tierras a los indígenas,
refunfuñaban con su mala leche que con ello Bolívar levantaba las “heces de
la sociedad”. Para los santanderistas el pueblo era “gente baja”, o simplemente
una “manada de carneros”. En cambio para Bolívar, -llamado por las
oligarquías, caudillo de los descamisados- “la ofensa hecha al justo es un
golpe contra mi corazón”. Proscribía las distinciones, los fueros y los
privilegios. “Tales son nuestros liberales –denunciaba-: crueles, sanguinarios,
frenéticos, intolerantes y cubriendo sus crímenes con la palabra libertad que
no temen profanar”.
Pensando en el pueblo, en su
dignificación, consultando a su maestro Simón Rodríguez, Bolívar declaró
la educación como la primera necesidad de la República y decretó que esta
debía ser gratuita, laica y generalizada; y para ello no se cansó de fundar
escuelas, colegios y universidades en toda la extensión del teatro de sus
campañas liberadoras.
No gustaban de Bolívar los
señores congresistas porque les rebajó de un solo tajo a la mitad sus
escandalosos sueldos que ofendían la pobreza pública. “Piensan que la
voluntad del pueblo es la opinión de ellos”, protestaba el Libertador. “Tengo
mil veces más fe en el pueblo que en sus diputados”. Bolívar combatió con
ardentía a los ladrones del Estado, a los corruptos, a quienes llamó a
despedazar en los papeles públicos, comparándolos con las sanguijuelas que le
chupan la sangre y hasta el alma al pueblo.
Y Bolívar les decía: “veo
vuestras leyes como Solón, que pensaba que sólo servían para enredar a los
débiles y de ninguna traba a los fuertes”, mientras Santander exigía obedecer
la ley “aunque se lleve el diablo a la república”, desconociendo que es el
pueblo la “fuente de las leyes”.
¡Qué les iba a gustar a los
predicadores del libre comercio la prohibición de las importaciones de
manufacturas para forzar, mediante la producción diversificada, el desarrollo
de la industria nacional! Como no albergaban en su ser ningún sentimiento de
patria y soberanía, lanzaron contra Bolívar sus anatemas de fuego cuando
tomó la decisión de nacionalizar las minas del suelo y el subsuelo.
Si el proyecto social del
Libertador que flameaba como bandera al viento había enardecido a la
oligarquía criolla y la había empujado a la conspiración desesperada, el
proyecto de formar con la unidad de nuestros pueblos el “escudo de nuestro
destino”, terminó por unir en la causa común de los privilegios y el expolio,
al gobierno de los Estados Unidos y a los criollos ricos contra Bolívar,
contra su proyecto político y social, y contra Colombia como categoría
hermanadora de pueblos. Una guerra total y a muerte a la resistencia
capitaneada por Bolívar contra la opresión, fue la que desataron bajo la
complacencia de las potencias europeas coaligadas en la Santa Alianza. Los
liberticidas, los separatistas, los librecambistas, los apátridas y los
imperios, ¡todos contra Bolívar y su proyecto de redención para los pueblos
de Nuestra América!
Para Bolívar la unidad era y
sigue siendo la base de nuestra existencia política. Con ese propósito había
convocado el Congreso Anfictiónico de Panamá, buscando la unidad, el
florecimiento en este hemisferio de una nación de repúblicas que con sus
fuerzas congregadas afianzara la independencia, rechazara a las potencias
expoliadoras e intervencionistas, y sobre todo arropara el continente con la
reforma social bajo los auspicios de la libertad y de la paz.
“La naturaleza nos dio un mismo
ser para que fuésemos hermanos”. “¿Quién resistirá a la América unida de
corazón, sumisa a la ley y guiada por la antorcha de la libertad?” “Ella debe
ser la salvación del nuevo mundo”… era su sermón de la montaña y la semilla
que regó, luego de arar en esta vasta latitud y hasta en el propio mar.
Entre tanto Santander, poseído
por la ambición irrefrenable de alcanzar la presidencia de Colombia, estaba
dispuesto a aliarse con el diablo washingtoniano, sin importarle que éste
arrastrara la república al infierno del predominio y las cadenas.
A pesar de que Bolívar lo había
instruido para que no invitara al Congreso de Panamá ni a los Estados Unidos,
ni a Inglaterra, ni al imperio del Brasil, ni a los monárquistas de Buenos
Aires sumisos a Britania, fue a los primeros que invitó en un acto de abierto
desacato y de traición. “No creo que los (norte) americanos deban entrar en el
Congreso del Istmo”, había dicho el Libertador. “Lo que hago con las manos lo
desbaratan los pies de los demás.”
Del gobierno de los Estados
Unidos decía Bolívar: “Aborrezco a esa canalla de tal modo que no quisiera
que se dijera que un colombiano hacía nada con ellos”. “Los Estados Unidos son
los peores y son los más fuertes al mismo tiempo”. “En mi concepto el mayor
peligro es mezclar a una nación tan fuerte con otras tan débiles”; pero
Santander los consideraba sus “hermanos mayores” y se alelaba imaginando al
águila de las armas de los Estados Unidos posada sobre los cuernos de la
abundancia. El panamericanismo impulsado por los gringos es sometimiento, el bolivarianismo
es unidad y es independencia.
No querían los Estados Unidos en
su frontera sur un volcán bolivariano trepidando por la justicia, la
soberanía de los pueblos, la democracia y la dignidad, iluminando con su fuego
los cielos como esperanza del universo. Alexander Everett lo decía a su manera
en 1827: “Un déspota militar de talento y experiencia al frente de un
ejército de negros no es ciertamente la clase de vecino que naturalmente
quisiéramos tener”. William Tudor, embajador en Lima, prevenía a su gobierno
respecto de Bolívar: “téngase presente que sus soldados y muchos de sus
oficiales son de mezcla africana”… Y coincidiendo con ellos Santander adujo
razones de rastrero racismo para excluir a Haití del Congreso de Panamá:
“siendo una república de color –decía-, atraería perjuicios a la causa
americana ante la opinión de las potencias europeas”.
El plan de la conspiración
contra Bolívar, su bandera social y política, y contra su proyecto de gran
nación de repúblicas, estaba en marcha y era dirigido desde Washington por el
Secretario de Estado, Henry Clay. Mientras que Santander, Páez, La Mar, Luna
Pizarro, Riva Agüero, Torre Tagle, Córdoba, Obando y López, eran los
caudillos de la traición; y Tudor, Anderson y Harrison, representantes del
imperio en Lima y Bogotá, el estado mayor de la intriga y la conjura. El plan
de los Estados Unidos y de los apátridas, de acuerdo con el historiador
Juvenal Herrera Torres, tenía alineadas sus miras hacia los siguientes
objetivos: Dividir y desmoralizar al ejército libertador. Sabotear el Congreso
Anfictiónico de Panamá. Desmembrar a Colombia. Asesinar a Bolívar y a Sucre,
y abolir la obra política y legislativa bolivariana.
Sabían que el fuerte del
Libertador era su ejército, es decir el pueblo en armas defendiendo la patria
y las garantías sociales, el ejército bolivariano creador de la república.
Su mismo comandante general lo denominó “defensor de la libertad”, agregando
que “sus glorias deben confundirse con las de la república, y su ambición
debe quedar satisfecha al hacer la felicidad de su país”. Desde los
campamentos y cuarteles del ejército en el Orinoco fue naciendo la nueva
institucionalidad republicana, sus instancias de poder, hasta tomar cuerpo en
los mismos campos de combate, como quedó reseñado en el parte militar del
Libertador Simón Bolívar luego de la crucial batalla de Carabobo: “hoy se ha
confirmado en una espléndida victoria el nacimiento político de la República
de Colombia”.
Los primeros disparos contra la
unidad del ejército fueron hechos por Santander emboscado desde el Congreso de
la República. En 9 años de gobierno -mientras los libertadores ofrendaban su
sangre por nuestra independencia en los campos de batalla-, el hombre de las
leyes para enredar a los débiles, el padre del clientelismo, de los ladrones
del Estado, el traicionero manipulador político, Francisco de Paula Santander,
había logrado construir unas mayorías parlamentarias a imagen y semejanza de
su mezquindad. Las manejaba con su dedo meñique. Esa bancada parlamentaria
santanderista decretó mediante recorte presupuestal el pie de fuerza del
ejército libertador, desautorizó la campaña del sur y le retiró el mando de
las tropas a Bolívar en vísperas de la batalla definitiva contra las cadenas
coloniales. Estuvo Santander a punto de sabotear la más asombrosa victoria de
la libertad americana en los campos de Ayacucho.
Ayacucho fue a pesar de
Santander, y porque Bolívar supo apaciguar la indignación de Sucre que
explotaba contra la bellaquería de Bogotá, confiándole al futuro mariscal la
conducción del ejército libertador. El eco de la victoria de Ayacucho y el júbilo
de los pueblos eran como mil puñales en el corazón artero del cabecilla de la
traición.
Fue también Santander, aduciendo
leguleyadas y rebuscadas razones constitucionales, quien detuvo el avance del
Libertador hacia el Río de la Plata, impidió la solidaridad de Colombia con
los patriotas de la Banda Oriental comandados por Artigas, y saboteó la
contención del imperio del Brasil que pretendía, aupado por el gobierno de
Londres, invadir el territorio de la libertad y el ámbito republicano.
Con razón decía Bolívar:
“Santander es un pérfido, no tengo confianza ni en su corazón”. Y por eso
escribe a Soublette: “Ya no pudiendo soportar más la pérfida ingratitud de
Santander, le he escrito hoy que no me escriba más, porque no quiero
responderle ni darle el título de amigo”.
¡Y qué
amigo iba a ser “el más sagaz hombre de las trampas”, que intentaba asesinarlo
confabulado con el embajador gringo William Tudor y la podrida aristocracia de
Lima, que lo había hecho regresar a Bogotá a apagar el incendio de Colombia
cuando se aprestaba a extender los servicios de su espada a las provincias del
Río de la Plata, y que había urdido la insubordinación de Bustamante para
desestabilizar y dividir al ejército.
La rebelión de Bustamante, fue
tan grave suceso que al apresar éste a los generales Lara y Sandes y a otros
oficiales venezolanos, estaba hiriendo de muerte con la daga de la discordia la
hermandad de granadinos y venezolanos integrantes del mismo ejército que
invicto había hecho flamear hasta ese entonces la enseña de la libertad. Era
un atentado contra Colombia y contra la independencia. Y el indigno y felón
vicepresidente Santander en ruidosa celebración por las calles de Bogotá
gritaba vivas a la División insubordinada del cabecilla Bustamante, a la
Constitución de Cúcuta, y profería abajos al tirano, en alusión al
Libertador. El rumbo del general de la traición y de los apátridas era
irreversible. “Yo no confío en los traidores de Bogotá ni en los del sur… no
me apartaré de la fuerza armada ni media hora”, repetía para sí el
Libertador.
De Santander dice el historiador
Fernando González, con relación a Bolívar: “Lo trajo a Bogotá, al frío
lomo andino y le formó pelea en el campo en que Santander era invencible: el
de la pequeñez: elecciones, compadrazgos, congresos, libelos, suspicacias, intrigas…
fue como frágil hormiga en lucha con el león. ¿Cómo vencerlo? Yendo y
viniendo, andando más allá, picándole los ijares… el león corre, desespera
y muere precipitado: así fue como Santander venció al Libertador”.
“La
bacanal de las fieras” presidida por el Secretario de Estado, Henry Clay, desde
Washington, por sus representantes Tudor y Harrison en Lima y Bogotá, por
Santander y Obando en Nueva Granada, y La Mar y Luna Pizarro en el Perú,
dirige ahora el fuego de su artillería divisionista contra Colombia. El
ejército del Perú azuzado por míster Tudor se lanza desde el sur a la
invasión de Colombia, tomando a Guayaquil. En su delirio contra el Libertador,
Tudor le aseguraba a Clay que “La Mar es indudablemente el primer general de América
del Sur, Bolívar que fue inicialmente un capitán de milicias, es inferior a
él… si llegan a chocar, estoy plenamente seguro que Bolívar será derrotado”.
Los correos de la conspiración iban y venían de Lima a Bogotá y de estas a
Washington. La correspondencia de Bolívar era interceptada por la red de
espionaje que habían montado Tudor y Santander. A José María Obando le
habían hecho llegar armas para que impidiera en Pasto cualquier posible
refuerzo de Bolívar a Sucre que se encontraba en Quito después de dejar la
presidencia de Bolivia. Sin embargo el Mariscal de Ayacucho le infligió a La
Mar y al general Plaza, juntos, que lo duplicaban en número, la más
vergonzosa paliza y derrota en el Portete de Tarqui causándoles 2.500 bajas, entre
muertos y heridos. El mismo pueblo del Perú, enemigo de esa guerra injusta
instigada por los Estados Unidos, derrocó al fratricida general La Mar
castigándolo con el destierro.
Entre tanto el general José
María Córdoba, héroe en Pichincha y Ayacucho, se había convertido en
“misionero de la división y la rebelión”, tristemente utilizado por Harrison,
Henderson y Santander, como instrumento de la destrucción de Colombia. En los
cuarteles de Popayán, Cali y Rio Negro instaba al ejército a la
insubordinación frente a Bolívar. Había perdido el juicio cortejando a la
hija del embajador Henderson, y degustando el té de las tardes en la sede de
la legación inglesa. Como loro lo pusieron a repetir que Bolívar quería
coronarse rey, y que él, el gran vencedor de Ayacucho, sería ahora “el terror
de los tiranos”. Terminó degradado a la despreciable condición de informante
y soplón al servicio de los gobiernos de Estados Unidos y de Inglaterra, a los
que pasaba informes sobre secretos de Estado, croquis de los campamentos de
Bolívar y planes del ejército. Preguntémonos con Vargas Vila ¿Quién puede
decir el espacio que separa a un traidor de un asesino?
El objetivo seguía siendo matar
a Bolívar y a Colombia. Ya lo habían intentado en Lima cuando asesinaron a
Bernardo Monteagudo. Para el Presidente Chávez, lo sucedido a Bolívar en
Pativilca fue un primer intento de envenenamiento.
Ahora en el marco de la
Convención de Ocaña, los liberticidas irritados porque no podían lograr sus
propósitos federalistas y desestabilizadores, fraguaban un nuevo plan para
asesinarlo. No lo hicieron porque quedarían en evidencia Santander y sus
compinches. Luego intentaron matarlo en un baile de máscaras, salvado sólo
por la resolución de Manuelita que lo obligó a abandonar el escenario
escogido para el crimen. Pero el más serio intento para asesinarlo se
desencadenó la noche del 25 de septiembre de 1828. Otra vez Santander y sus
hermanos del crimen de la sociedad filológica de Bogotá fueron los cerebros.
Mientras Santander como parte de su coartada con testigos se fue a dormir a
casa de su hermana, los conjurados de la brigada de artillería irrumpían en
la casa presidencial dando muerte a los centinelas, a Fergusson e hiriendo al
edecán Ibarra. De nuevo Bolívar, bajo el apremio de Manuelita, salta la
ventana armado de pistola y sable y busca refugio en un lugar seguro. Desde
allí mandó a averiguar la situación de los cuarteles y se entera que el
Batallón Vargas había derrotado la conspiración. Narra Juvenal Herrera
Torres en su obra “Bolívar el hombre de América” que “el Libertador mojado,
entumecido, casi sin poder hablar, montó en el caballo del comandante Espina,
y todos llegaron a la plaza donde fue recibido con tales demostraciones de
alegría y de entusiasmo, abrazado, besado hasta por el último soldado, que
estando a punto de desmayarse, les dijo con voz sepulcral: ¿queréis matarme de
gozo, acabando de verme próximo a morir de dolor?” Dice el general Posada
Gutiérrez que si hubiera muerto Bolívar, habrían muerto sus enemigos no
sólo en Bogotá, sino en toda la república.
Perdonado por el Libertador,
Santander fue recibido poco después con todas las pompas que el gobierno de
los Estados Unidos podía dispensar a uno de los más connotados títeres de su
geopolítica para América Latina.
Muy grave por su impacto
destructor contra la cohesión del ejército fue el fusilamiento por Santander
del venezolano Leonardo Infante, atroz acto de venganza que recalentó el
separatismo. Todo empezó con un incidente en la batalla de Boyacá. Estando
Santander escondido debajo de un puente lo descubre Infante, quien tomándolo
por la pechera lo insta a que “salga a ganarse las charreteras como lo están
haciendo el general Anzoátegui y demás patriotas, exponiendo el pellejo”. El
“hombre de las leyes”, el que legó a sus sucesores oligárquicos el crimen
político, no perdona. Intrigó ante los tribunales, destituyó magistrados,
pero al fin logró la condena a muerte de un hombre que había sido distinguido
con la Orden de los Libertadores, además único afro descendiente que alcanzó
el rango de Coronel del ejército libertador. Cuenta O ́Leary que después de
la ejecución, Santander se presentó a caballo, y allí, delante del cadáver
arengó a las tropas”. Fue Santander un verdadero cobarde. Sus ascensos no
fueron ganados en el campo de batalla como Girardot, Rondón, Sucre, Manuelita
y tantos otros, sino en el ejercicio de la intriga y el engaño. Siempre quiso
ganar “siquiera un par de batallas”, pero la única de importancia que ganó en
su vida de mentiras y simulaciones, fue la de “Loma pelada”, que nunca
existió.
Santander lo controlaba todo, el
poder judicial, el legislativo… y con dineros del Estado manipulaba la prensa de
Bogotá. Dejó la orden de arreciar la campaña de desprestigio contra el
Libertador en los papeles públicos, luego del atentado de septiembre, que hizo
estallar en júbilo a sus enemigos en Venezuela. Las páginas de los
periódicos atribularon a Bolívar con sus denuestos e improperios. El Congreso
de Venezuela reunido por Páez lo había proscrito advirtiendo que “el pacto
con Nueva Granada no puede tener efecto mientras exista en territorio de
Colombia el general Bolívar”. Sucre también estaba proscrito. Los dos
libertadores ¡sin patria!
Sucre había llegado a Bogotá
procedente de Quito, pero el Libertador, a quien quería ver, ya iba navegando
Magdalena abajo. Luego de una carta de despedida llena de ternura hacia su
comandante en jefe, el mariscal de Ayacucho resuelve regresar a Quito. La
prensa decía que el bandido Sucre llevaba un ejército para asaltar a Pasto,
pero que el valeroso general José María Obando corría igualmente al
encuentro del bandido. “Pueda ser que Obando haga con Sucre lo que no hicimos
con Bolívar”, decía la prensa de Bogotá. Y Sucre que no llevaba escolta fue
emboscado y muerto a su paso por Berruecos. Los autores intelectuales y
materiales del magnicidio, José María Obando y José Hilario López
-generales peleles de Santander-, Juan Gregorio Sarria, Antonio Mariano
Álvarez, José Erazo y Apolinar Morillo, fueron finalmente indultados por el
asesino Santander a través de una ley que hizo aprobar en el Congreso.
Para los bolivarianos el
fusilamiento y el destierro, para los asesinos de Antonio José de Sucre el
indulto, el perdón y el olvido, y no sólo, porque Santander también los
condecoró con la Cruz de Boyacá como ocurrió con los generales Obando y López.
Lanzó la candidatura de José María Obando a la Presidencia de la República
como ardid para llegar más tarde a ella. Impuso la pena de muerte por delitos
políticos y se deleitaba con las ejecuciones. Tenía su propia “lista negra”
de los perseguidos por su perfidia. Desmovilizó el ejército bolivariano,
ordenó borrar del escalafón militar a todos los oficiales leales al
Libertador.
Clemencia para los insignes
malhechores, muerte sin apelación para los inocentes. “Sórdido rábula que
afilaba sus garras en los dorsos de los tratados de derecho”, lo definió
Rafael Pocaterra. Legó a la posteridad el terror frío
de la legalidad, sostiene Herrera
Torres. Juró que nadatenía que ver con la muerte de los bolivarianos Sardá,
Mariano París, Lino de Pombo,
Manuel Anguiano, Pepe Serna…, pero nunca se ocupó del castigo ejemplar de sus
asesinos. “Sepulcro blanqueado
por fuera, pero podrido por dentro”. “No es el paradigma de Colombia sino de su
destrucción”. Jamás en momentos de crisis abrió su boca parallamar a la
unidad, a la cordura, a la salvación de Colombia.
Fue un falso héroe nacional. De
él dice Fernando González que es “el arquetipo de la simulación: no tenía
cara sino careta”. Sant Roz lo asocia con “el triunfo del pícaro sobre el hombre
honrado”. “Era taciturno y cruel”, dice Waldo Frank. Se robó el último
empréstito hecho en 1824. Mezclaba el ejercicio del gobierno con los negocios
personales. Trató de apoderarse con sus amigos del contrato de construcción
del canal interoceánico Atrato-Truandó, proyectado por Bolívar. Arregló su
historia, rompió comprobantes, pidió certificados… No llamemos historia a los
24 tomos del Archivo Santander, dice Fernando González, son los documentos que
dejó para cubrirse y para alindar su historia”. “Organizador de la victoria.
Dejó grandes haciendas, casonas en la calle real, becerros, morrocotas y sobre
todo créditos”… En 1840, abrazado a crucifijos y rodeado de curas se fue
hundiendo en sus propias tinieblas y rencores, como diría Juvenal Herrera. Su
testamento, como el de Páez sólo hablaba de sus propiedades aquí y allá;
ningún sentimiento de preocupación por la patria… ¡Qué contraste con
Bolívar que murió desnudo en Santa Marta, clamando por la unión! “Ojalá que
yo pudiera llevar conmigo el consuelo de la unión”.
¿De
dónde le vendría tanto odio por Simón Bolívar? No fue por el incidente de
su cobarde deserción de la Campaña Admirable en 1813 cuando el Libertador lo
increpa con indignación en la población de La Grita: “No hay alternativa,
marche usted: O usted me fusila a mí o positivamente yo lo fusilo a usted”.
Tampoco sus desavenencias con Bolívar residen en el proyecto de Constitución
de Bolivia. Lo que más aborrecía de Bolívar era su proyecto social de redención
de los pobres del mundo: Nunca aceptó que por encima de él estuviera el Gran
Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre. Por sus principios egoístas,
arribistas y de clase, y por la envidia que lo carcomía vendió su alma al
diablo del imperio maldito, su verdadero amo.
Dicen que un día al visitar la
tumba del Libertador, la pisoteaba preso del malvado júbilo de que estuviera
muerto. Realmente los traidores hieden. Toda la vida trató de cubrirse; pero
lo que no podrá cubrir jamás, es el asesinato de Bolívar por los siglos de
los siglos. Vargas Vila dice que “héroe quiere decir hombre de Libertad y que
fuera de la libertad no hay heroísmo”. Hay que expulsar a latigazos bíblicos,
al pérfido Santander -el asesino de Bolívar- del templo sagrado de los
héroes.
El diario El Tiempo de Bogotá
califica la sospecha de Chávez sobre el envenenamiento del Libertador de
“exabrupto” y “salida en falso” y sugiere que Bolívar se mató así mismo
porque se rehusaba a tomar sus medicinas, dejando de lado el hecho de que
podría estar tomando la cicuta con la que lo estaban envenenando, y pasando
por alto, adrede, que Próspero Reverend no era médico, como lo afirma Chávez
con documentos históricos irrebatibles.
Es necesario analizar si el ofrecimiento
de la gobernación de Santa Marta a Joaquín de Mier, por parte de Montilla,
gobernador de Cartagena en enero del año 1831, tenía que ver con “sus
servicios” en la muerte de Bolívar, como lo planteó Chávez bajo los samanes
de la noche estrellada de la sabana de Barinas, en un oasis de nuestra
conversación sobre la paz de Colombia.
La historiografía de Nuestra
América necesita un revolcón porque los pueblos no pueden seguir siendo
secularmente engañados. Al pueblo se le oculta la historia porque le tienen
miedo, porque las oligarquías saben que ello desembocaría en un levantamiento
insurreccional generalizado de pueblos que las mandaría al carajo.
Es inadmisible pretender, como lo
hacen los intelectuales vinculados a la cultura de la actual Colombia y
Venezuela encabezados por los ex presidentes Ramón J. Velásquez y Ernesto
Samper, los señores Plinio Apuleyo, Juan Gossaín, Enrique Santos, Pompeyo
Márquez, Teodoro Petkoff, entre otros, “que no se puede permitir que el nombre
del Libertador Simón Bolívar se invoque para dividirnos”. Cuando la sospecha
razonable del Presidente Chávez lo que hace es abrir el debate de la historia.
No queremos la historia de las academias de los asesinos de Bolívar, de los
opresores amangualados con los gringos. El pueblo quiere y necesita la verdad
histórica sobre lo sucedido con Simón Bolívar, el padre de nuestras
repúblicas, porque tiene que reescribirse la historia, porque la historia en
este caso es la clave de nuestra segunda y definitiva independencia y el camino
cierto para la instauración en este hemisferio de una Gran Nación de
Repúblicas, como lo soñara el Libertador. Necesitamos hoy más que nunca la
lectura bolivariana de la historia.
“Sea lo
que fuere, no nos hallamos ya en los tiempos en que la historia de las naciones
era escrita por historiógrafos privilegiados a los cuales se les daba plena fe
sin examen… Son los pueblos los que deben escribir sus anales y juzgar a los
grandes hombres –decía Bolívar-; venga, pues, sobre mí el juicio del pueblo
colombiano; es el que yo quiero, el que apreciaré, el que hará mi gloria”.
Finalmente, digamos con Martí:
“¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo,
sentado aún en la roca de crear, con el Inca al lado y el haz de banderas a
los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que
él no dejó hecho, sin hacer está hoy: porque Bolívar tiene que hacer en
América todavía!”
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